Resurección

El sabor dulzón aún reinaba sobre mis labios y lengua. Notaba la saliva azucarada, y era como si aún siguiera bebiendo del tónico.

Era empalagoso, y empezaba a dejar de gustarme ese sabor. Aunque sabía de sobra que la próxima vez que vertiera ese líquido amarillento sobre mi boca, el gusto dulce volvería a enloquecerme.

Abrí los ojos lentamente, como cuando te despiertas tranquilamente por la mañana… aunque no había sido consciente de cuando los había cerrado.

Me encontraba de pie, en el centro de mi dormitorio, y todo se veía más claro, como si en un cuadro hubiesen aplicado una base de pintura tan fina que pareciera que todo se viese a través de un velo.

La vela se había consumido hacía rato, y la habitación estaba a oscuras. ¿Por qué podía ver con tanta claridad?

Quise contener el aliento, acelerar mi pulso e incluso bajar mi temperatura corporal. Pero nada de eso sucedió.

Mi cuerpo no respondía a ninguno de esos impulsos lógicos del miedo.

Me giré violentamente, y me vi.

Estaba tumbado de mala manera sobre mi cama, como si me hubiesen arrojado contra ella. El frasco de cristal aún descansaba en mi mano derecha, y de la comisura de mis labios se escapaba un hilillo del agua ambarina.

Estaba muy pálido, y la postura en la que me encontraba me recordaba a las muñecas de trapo de mi hermana.

Un solo pensamiento cruzó rápidamente mi mente, y grité.

Grité con todas las fuerzas de las que creía que podía poseer en ese momento. No necesitaba aire, no tenía que tomar aliento, mi garganta no se resentiría.

Grité y grité durante un largo rato, hasta que escuché como lentamente mi voz iba perdiendo volumen… o voluntad.

Quería llorar, pero no podía, o no sabía como hacerlo. Era algo angustiante, y si hubiera podido, hubiera notado como me asfixiaba por la falta de, ¿aire? ¿coherencia? ¿estabilidad?

- No te preocupes, lo peor ya ha pasado.

Me giré nuevamente con brusquedad al escuchar una voz a mi espalda.

Y ella estaba allí, de pie, con una sonrisa tierna en los labios.

Era alta, por lo menos más que yo. Su cabello grisáceo caía en ondas por su espalda, como si fuera una cascada. La palidez de su piel era parecida a la de las muñecas de porcelana, y concordaba perfectamente con sus ojos completamente blancos, sin iris, sin pupila. Sus labios parecían dibujados por el mejor pintor del mundo, eran pequeños, carnosos, rojos como una manzana envenenada. El vestido negro que portaba tenía el cuello vuelto, dejando los brazos al descubierto, y era tan largo que le cubría los pies. Pechos pequeños, caderas redondeadas, era una mujer de gran belleza.

Una belleza mortal.

Negué con fuerza, preso de un terror inimaginable, y caminé titubeante un paso hacia atrás:

- No me temas, pequeño, no soy un ser malvado.

- ¡Eres la Parca!- grité fuera de mí, señalándola acusatoriamente.

- Ese es uno de mis múltiples nombres, sí.- contestó con suavidad.

- No puedes estar aquí… ¡no debes estar aquí aún!

Ella sonrió, y me señaló levemente hacia el pantalón:

- Mira el reloj que cuelga de tu bolsillo.

Iba a negar, a debatirle que yo no tenía ningún reloj. Pero mi mano fue más rápida que mis labios y se movieron hacia donde su dedo señalaba, encontrándome, efectivamente, con un reloj.

Era de oro, y estaba primorosamente tallado con mil formas que jamás había visto. Y en él, no solo había doce números, señalando las horas, sino 17.

Mi edad.

- Puedes verlo porque tu tiempo se ha agotado.- comenzó a explicarme.- Cada persona posee un reloj, y cuando este se para, significa que su tiempo como vivo se ha terminado.

- No, esto no es real…

- Cuando eso sucede.- continuó sin perder su sonrisa.- Nosotras venimos a recogeros, a llevaros a un lugar mejor, donde podréis descansar.

- ¡No! ¡Márchate! ¡Esto no sirve para nada! ¡Largo!

Era mentira, todo lo que me decía era mentira. Nada de eso era real. NO PODÍA SER REAL. Yo aún estaba vivo, tenía mucha vida que recorrer aún, me faltaban muchas cosas por hacer. Todo eso solo era un mal sueño, nada más, un sueño…

- Sé que es difícil de aceptar, pero tu camino ha concluido.

- ¡Un estúpido reloj no va a decidir eso!

- Es cierto, lo decidiste tú.- nuevamente, su mano se movió, y señaló a mi cuerpo.

Exactamente, señaló el frasquito de cristal que antes contenía ese carísimo tónico que bebía cada vez más fervientemente.

El labio inferior me tembló con fuerza. No…

Volví a gritar y me tapé el rostro con las manos, rechinando los dientes con angustia, una angustia que me recorría cruelmente el… ¿cuerpo?

Yo solo quería ser un niño para siempre, no tener que crecer, no tener que enfrentarme a ese mundo de adultos que tanto pavor me daba.

¡YO NO QUERÍA NADA DE ESTO!

Noté como la Parca se acercaba con sigilo, y me rodeaba con sus brazos, abrazándome con ternura, permitiendo que me apoyara contra sus pechos. Acarició con dulzura mi cabello y me meció como si me tratase de un niño pequeño que se ha despertado de una feroz pesadilla:

- No tengas miedo, no tienes porqué tenerlo.

Aquellos gestos y susurros que se supone que debían tranquilizarme, no lo hacían. ¿Por qué no era capaz de dejarme llevar?

Ella parecía tan cálida, tan cariñosa y tierna, tan humana… que no pude impedir que una atroz idea empezase a formarse en mi mente. Tal vez…

- ¿Por qué has tenido que pensar eso, mi pequeño?- dijo de pronto, y me separó suavemente de ella.- ¿No ves que eso está en contra del ciclo? No es bueno para ti, mi niño, no lo es…- murmuró mientras acarició mis mejillas.

- ¿Pero se puede hacer? ¿Es posible?- pregunté, esperanzado, mientras notaba como una sonrisa empezaba a dibujarse en mi rostro.

Ella asintió, pero toda aquella dulzura y ternura que portaba se transformó en una profunda tristeza. Sus manos dejaron de acariciar mis mejillas y bajaron lentamente hasta colgar inertes a ambos lados de su cuerpo:

- Es posible. Pero deberás sacrificar almas puras en tu lugar.

- ¿Sería un fantasma?

- No, los fantasmas deciden no venir con nosotras durante un tiempo indefinido, ya que necesitan cuidar de algo o alguien. Pero tú…

- Yo seré humano.

- Un asesino.- murmuró con una voz cargada de agonía.

- Pero estaré vivo, ¿no es cierto?

- No, pero tampoco estarás muerto.

- ¿Y este estado dura mucho?

- Solo el término del contador de tu reloj. Cuando este vuelve a acabar, regresaré y…

-… deberé entregarte otro en mi lugar.

- Así es.

Tenía que hacerlo, era mi única oportunidad. El destino la estaba poniendo a mi alcance y no debía rechazarla. No podía rechazarla. Volvería a la vida, a la vida que siempre había soñado. Eternamente un niño.

- Quiero hacerlo.- sentencié.

Unas lágrimas escaparon de los ojos de la Muerte, pero asintió mientras se desvanecía:

- Te doy cinco minutos para encontra un sustituto.

Abrí los ojos y boqueé como un pez fuera del agua. Tosí con fuerza mientras me incorporaba y vomité al lado de mi cama todo aquel líquido que me había matado hacía unos minutos.

Tenía frío, pero notaba como de nuevo, la sangre caliente, recorría velozmente mi cuerpo.

Reí histéricamente unos segundos. No me lo podía creer, era tan increíble… Pero no podía perder el tiempo. La oportunidad estaba a mi alcance y debía cogerla con fuerza antes de que se escapara una vez más.

Me levanté y salí atropelladamente al pasillo. No me importaba hacer ruido, no me importaba que me vieran. Solo una idea poblaba mi mente y tenía que llevarla a cabo.

No llamé a la puerta, no me hacía falta. No con ella:

- Eleanor, ¿estás despierta?- murmuré mientras entraba en la habitación de mi hermana.

Los fantasmas no se van porque tienen que proteger a algo o a alguien por tiempo indefinido. Y Eleanor me quería tanto…

… y yo la necesitaba demasiado. Siempre había sido así. Desde que nació, tenía que tenerla cerca. Mi vida se basaba en estar a su alrededor, beneficiándome de sus risas, de sus sonrisas… y ahora, de su vida.

Pero ya nunca estaríamos solos, no tendríamos que tener miedo a nada. Seríamos unos niños para siempre. Y estaríamos juntos por toda la eternidad.

Costase lo que costase:

- No, pasa, Peter.- dijo sonriente desde su tocador, donde cepillaba su largo cabello moreno.

- Yo voy a irme a dormir ya, pero no podía sin darte una cosa.

Una sonrisa traviesa se dibujó en su infantil rostro y se levantó corriendo, colocándose frente a mí. Esperando un regalo:

- ¿Tienes algo para mí?

- Claro que sí, Campanilla.

Ella rió, y su risa llenó la estancia completa:

- Ya me he quitado los cascabeles del pelo, hasta mañana no volveré a ser Campanilla.

- Pues que pena, porque lo que tengo que darte solo se lo daré a Campanilla.

Nuevamente, la hice reír. Su cuerpecito infantil tembló a causa de la risa y volvió a sentarse corriendo al tocador, sin importarle que su vaporoso camisón se arrugara al sentarse de mala manera.

Trenzó varios mechones finos de su cabello, y entrelazó en ellos cascabeles, campanitas, lazos… Era un viejo juego que teníamos desde niños, pero nunca sería caduco.

Yo la miraba sonriente, notando como mi pulso se aceleraba más y más conforme avanzaban los segundos. Pero ella era rápida, y enseguida volvió a colocarse frente a mí, dejando que el tintineo de su pelo me hiciese reír:

- ¿Mejor así?

- Por supuesto.

- ¿Y cual es mi regalo?

- ¡Un abrazo!

- Jo, eso no es un verdadero regalo.- murmuró, fingiendo estar enfadada.

- ¡Claro que sí!

- ¡No, no lo es!

- Bueno, pues si no lo quieres…- dije como si no me importase, e hice amago de marcharme.

Pero no llegué a dar ni un solo paso hacia la puerta, ya que Eleanor corrió hacia mí y me abrazó con fuerza, conteniendo una risa infantil:

- Te quiero, Peter.

La estreché con fuerza, me inundé de su calor y aspiré su aroma, grabándolo con fuego en mi memora:

- ¿Ella será tu sustituta?

Asentí.

La Parca se hizo visible a la espalda de Campanilla. Sus ojos estaba anegados de lágrimas, que corrían libremente por sus pálidas mejillas.

Se acercó lentamente y me tendió una gran guadaña con manos temblorosas:

- Mata a tu hermana.

Cerré los ojos cuando noté el tacto de la madera en mis dedos. Aferré el mango con fuerza y lo levanté en alto.

Tres.

Dos.

Uno…

Campanilla ahogó un grito contra mi hombro cuando el afilado cuchillo se clavó en su espalda.

Noté como la sangre empezaba a derramarse a borbotones, manchando su impecable camisón, encharcando el suelo, desangrando lentamente a Eleanor.

La Muerte me arrebató dulcemente el arma de mi mano, y depositó una suave caricia sobre mis dedos antes de alejarse, aún presa del llanto:

- Nos vemos en 17 años, mi pequeño. Y espero que entonces, decidas terminar con nuestro trato.- murmuró antes de desaparecer ante mis ojos.

Y mientras mi hermana iba muriendo dolorosamente entre mis brazos, escuché claramente como el reloj que descansaba en mi bolsillo volvía a funcionar.

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